ABRAMOS BIEN LOS OJOS
por Carlos Rey
«Se oía la respiración de la noche.... Al cruzar una calle, sentí que alguien.... se acercaba.... Intenté correr. No pude.... Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce:
—No se mueva, señor, o se lo entierro.
—¿Qué quieres?
—Sus ojos, señor —contestó la voz suave, casi apenada.
—¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero.... No vayas a matarme.
—No tenga miedo, señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.
—Pero, ¿para qué quieres mis ojos?
—Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules. Y por aquí hay pocos que los tengan.
—Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.
—Ay, señor, no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules.
—No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.
—No se haga el remilgoso —me dijo con dureza—. Dé la vuelta.
»Me volví. Era [un hombre] pequeño y frágil. El sombrero de palma le cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna.
—Alúmbrese la cara.
»Encendí [un fósforo] y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. Él apartó mis párpados con mano firme... y me contempló intensamente....
—¿Ya te convenciste? No los tengo azules.
»...Tirándome de la manga, me ordenó:
—Arrodíllese.
»Me hinqué. Con una mano me [agarró] por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.
—Ábralos bien —ordenó.
»Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.
—Pues no son azules, señor. Dispense.
»Y desapareció.»1
A este impresionante cuento Octavio Paz le puso el inocente título «El ramo azul». Lo que más nos impresiona de la magistral narración del Premio Nobel mexicano es la naturalidad con que actúan el apenado maleante —¡como si fuera lo más normal del mundo el acto macabro que se propone cometer!— y su víctima, que pudiera ser cualquiera de nosotros.
Aunque para muchos sea igual de difícil concebirlo, de igual manera nos acecha Satanás, en la oscuridad de nuestros momentos más vulnerables. Lo hace con el fin de sacarnos los ojos espirituales, para que ya no pongamos la mira en Dios sino en las cosas perecederas de este mundo. Más vale que abramos bien los ojos. Así no seremos víctimas del capricho de aquel maleante que nos los quiere cerrar para siempre.2
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1 Octavio Paz, Arenas movedizas, 1949, publicado en Colección Alianza Cien: Octavio Paz, Arenas movedizas/La hija de Rapaccini (Madrid: Alianza Editorial, 1994), pp. 7-9.
2 2Co 2:11; Ef 6:11‑12; Heb 12:1‑4; 1P 5:8‑9
—No se mueva, señor, o se lo entierro.
—¿Qué quieres?
—Sus ojos, señor —contestó la voz suave, casi apenada.
—¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero.... No vayas a matarme.
—No tenga miedo, señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.
—Pero, ¿para qué quieres mis ojos?
—Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules. Y por aquí hay pocos que los tengan.
—Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.
—Ay, señor, no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules.
—No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.
—No se haga el remilgoso —me dijo con dureza—. Dé la vuelta.
»Me volví. Era [un hombre] pequeño y frágil. El sombrero de palma le cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna.
—Alúmbrese la cara.
»Encendí [un fósforo] y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. Él apartó mis párpados con mano firme... y me contempló intensamente....
—¿Ya te convenciste? No los tengo azules.
»...Tirándome de la manga, me ordenó:
—Arrodíllese.
»Me hinqué. Con una mano me [agarró] por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.
—Ábralos bien —ordenó.
»Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.
—Pues no son azules, señor. Dispense.
»Y desapareció.»1
A este impresionante cuento Octavio Paz le puso el inocente título «El ramo azul». Lo que más nos impresiona de la magistral narración del Premio Nobel mexicano es la naturalidad con que actúan el apenado maleante —¡como si fuera lo más normal del mundo el acto macabro que se propone cometer!— y su víctima, que pudiera ser cualquiera de nosotros.
Aunque para muchos sea igual de difícil concebirlo, de igual manera nos acecha Satanás, en la oscuridad de nuestros momentos más vulnerables. Lo hace con el fin de sacarnos los ojos espirituales, para que ya no pongamos la mira en Dios sino en las cosas perecederas de este mundo. Más vale que abramos bien los ojos. Así no seremos víctimas del capricho de aquel maleante que nos los quiere cerrar para siempre.2
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1 Octavio Paz, Arenas movedizas, 1949, publicado en Colección Alianza Cien: Octavio Paz, Arenas movedizas/La hija de Rapaccini (Madrid: Alianza Editorial, 1994), pp. 7-9.
2 2Co 2:11; Ef 6:11‑12; Heb 12:1‑4; 1P 5:8‑9
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