EN EL UMBRAL DE LA MUERTE
por Carlos Rey
«Mi respetada y desgraciada señora:... Con el sentimiento del más vivo dolor... dejé al Libertador el día 16 en los brazos de la muerte.... Lloro... la muerte del Padre de la Patria, del infeliz y grande Bolívar, matado por la perversidad y por la ingratitud de los que todo le debían.... Ojalá el cielo, más justo que los hombres, echase una ojeada sobre la pobre Colombia, viese la necesidad que hay de devolverle a Bolívar e hiciese el milagro de sacarlo del sepulcro....»
Así rezaba la fatídica carta del fidelísimo general Péroux de Lacroix que le comunicaba a Manuela Sáenz la muerte de su amante el 17 de diciembre de 1830. En aquel aciago día comenzó a agonizar también la «Libertadora del Libertador». Su primer impulso al recibir la noticia fue suicidarse. La grandeza de su pasión reclamaba un desenlace ardiente y mortal, así que se dirigió en seguida de Bogotá a Guaduas, donde dispuso que una víbora la mordiera. Afortunada y desafortunadamente, los alarmados habitantes del pueblo le salvaron la vida, obligando a la quiteña a tomar bebidas alcohólicas calientes y otras pócimas que le restablecieron la salud a los pocos días.
Bolívar había herido profundamente a Manuela sin pronunciar palabra alguna. Ni siquiera la había mencionado en su testamento ni había dejado una última palabra para ella, tal vez debido al silencio absoluto que le había impuesto su confesión sacramental el día 10 de diciembre en su lecho de muerte. 1
Fueron de veras desdichados los últimos años de la vida de Manuela. De eso no cabe la menor duda. En cambio, lo que sí ha quedado en tela de juicio es si el error más grande que cometió fue el de poner toda su esperanza en la vida del heroico Libertador. Lo cierto es que esta duda no se despeja examinando los méritos de Bolívar como hombre ni su visión del futuro del continente americano. Se resuelve más bien reconociendo que el Libertador en quien debió haber puesto toda su esperanza del futuro no era Simón Bolívar, el Padre de la Patria, sino Jesucristo, el Hijo de Dios.
Al igual que Bolívar, Cristo murió por causa de «la perversidad y por la ingratitud de los que todo le debían». Pero en el caso de Cristo, el cielo —más justo que los hombres— se fijó en la pobre humanidad y vio la necesidad que teníamos de que ese Libertador espiritual no sólo muriera para darnos vida abundante sino que resucitara para darnos vida eterna. En otras palabras, el Padre celestial hizo el milagro de sacar del sepulcro al Hijo para que nosotros no sintiéramos el impulso de acompañarlo en una muerte temprana sino el de seguirlo en una resurrección segura. 2
La carta providencial que nos comunica esa feliz noticia es la Biblia. No optemos por dejarnos morder de Satanás, esa serpiente antigua que nos quiere matar y destruir. 3 Permitamos más bien que Dios, el Autor y Protagonista Principal de la carta, nos salve la vida ahora y para siempre. Después de todo, en su testamento ha dispuesto que figuremos como herederos de la gloria futura. 4
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1 Alfonso Rumazo González, Manuela Sáenz: la Libertadora del Libertador, 6a ed. (Caracas: Ediciones EDIME, 1962), pp. 207‑09.
2 Jn 10:10b; Ro 8:11; 1Co 15:19‑23
3 Jn 10:10a
4 Ro 8:17; Gá 4:7; Ef 1:11; Tit 3:7; Heb 9:15
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